Gabrielle D’Annunzio en la colección Cvltvra

Crear subtítulo con: A propósito de Gabrielle D’Annunzio: La Virgen Úrsula, t. III, núm. 6, México, 30 de abril de 1917, 80 p.

Roberto Rodríguez Reyes

La sexta entrega del tomo III de la colección Cvltvra se dedicó a la nouvelle La virgen Úrsula, del poeta, novelista, dramaturgo, político y militar Gabrielle D’Annunzio (1863-1938), en traducción directa del italiano del escritor mexicano Carlos González Peña.

La nouvelle de D’Annunzio venía precedida de las traducciones de cuentos de Hans Christian Anderson, la pieza teatral El pájaro azul, de Maurice Maeterlinck y una versión de El cantar de los cantares, lista que confirma la intención del proyecto de Cvltvra de dar a conocer los mejor de la literatura escrita en otras lenguas. Siendo la segunda traducción del tomo en que se inscribe, su presencia y lugar parece responder más a la casualidad que a un patrón editorial rastreable en la totalidad de la colección. La acompañan en el tomo el mencionado Cantar, y compilaciones de versos y prosas de Salvador Rueda, Guillermo Prieto, Leopoldo Lugones y Justo Sierra.

Como ya se iba haciendo costumbre, los editores procuraron resaltar el valor coleccionable de la entrega por medio del diseño e ilustración de la cubierta y la incorporación de un dibujo al interior. Se trata entonces de un cuaderno de 12 x 18 cm, semejante a una edición de bolsillo de las que hoy conocemos, con cubiertas de cartón más bien delgadas que guardan 80 páginas de lomo; un número nada desestimable para las características de la colección. El diseño de interiores (con una caja ajustada, poco espacio entre renglones, tamaño de fuente sobre lo pequeño) y los desencajes de impresión visibles desde el frontispicio denotan lo rudimentario aún de una infraestructura y equipamiento propiedad de la Imprenta Victoria donde se curtieron los volúmenes al menos hasta diciembre de 1917. Antes del prólogo que precede la obra, firmado por González Peña, se estampó una caricatura de Gabrielle D’Annunzio, debida al artista y dibujante noruego Olaf Gulbransson, que había aparecido originalmente en el semanario satírico alemán Simplicissimus (1896-1944). La cubierta fue encargada, como antes para la traducción de El pájaro azul, a Saturnino Herrán.

La presencia de la nouvelle en el catálogo de lujo de Cvltvra parece responder a las predilecciones de su traductor y a la popularidad y el prestigio con los que contaba Gabrielle D’Annunzio entre la prensa y los salones europeos y americanos, ya entonces no sólo por sus destrezas con la pluma, también por las mostradas con la espada en la política y la guerra. González Peña era un autodidacta del italiano y francés y el interés por la obra dannunziana y la literatura itálica viene atestiguada, entre otros trabajos posteriores, por una nota sobre este y la traducción de un fragmento de La sena delle Beffe, del dramaturgo y libretista para ópera Sem Benelli, ambas en 1911, en El Mundo Ilustrado, medio del que fue fundador y director. La cantidad de páginas de La virgen Úrsula debe haberle parecido perfecta para las dimensiones y el grosor de los cuadernos de Cvltvra. Y el imperativo de la belleza estética como ideal de vida que el propio D’Annunzio aireó por toda Europa venía a corresponder muy bien a la campaña contra las novelas policiacas y folletinescas que frecuentaban los periódicos y el cultivo del “buen gusto” a los que Julio Torri y Loera y Chávez iban apuntando con la construcción de un catálogo pensado sobre la base de un ideal bibliófilo de kalokagathía.

Escrita primero como un cuento de título “La virgini”, y publicado en
Il libro delle vergini (1884), “La virgen Úrsula” aparece ampliada y versionada en forma de relato largo en el volumen Le novelle della Pescara (1902). En el tránsito que opera el texto durante la reescritura es notable cómo en pocos años se exacerbó en D’Annunzio la inquietud por la representación de la naturaleza humana cuando estalla el deseo y se desbordan las contenciones artificiales de la razón y la moral. La virgen Úrsula de 1902 cuenta el ciclo de pecado, culpa y castigo que padece una joven campesina al traicionar los votos de castidad que había ofrecido a Dios. El haber sobrevivido a una enfermedad que parecía mortal le generó el despertar de las apetencias carnales y una ansiedad incontenible por experimentar la vida sensorialmente. Cada paso hacia la liberación ideológica y sexual de Úrsula está contrastado con los símbolos y discursos judeocristianos de la transgresión moral. La joven, en su despertar ante las pasiones del mundo, conoce a un mozalbete militar del que se enamora y con el que llega a intimar apenas una vez. Pero él no será el único hechizado por la sensualidad desbordante de Úrsula, también surtirá efecto en un truhan de nombre Lindoro, que sirve de aguatero en casa y de mensajero entre los amantes. Una tarde, la encuentra sola en su cuarto, la golpea y la viola. El resultado viene con moraleja fatídica: la antes virgen queda embarazada del agresor y, en un intento por recuperar la confianza y el perdón de Dios, busca a un brujo que la ayude a deshacerse del hijo que trae en el vientre. Al mejor estilo naturalista, el filtro que bebe acaba con su vida. En la versión del relato publicado en Il libro delle vergini (1884), los motivos relativos a la leyenda medieval de la virgen martirizada de Colonia no existen. La protagonista lleva por nombre Giuliana, y Lindoro, si bien es un bandido, conquista su corazón y su cuerpo como lo haría el militar en la versión de 1902. El amor igualmente se coronaba con el castigo de la fertilidad accidental. La huella de la bastardía, resultante del deseo impío, tiene que desaparecer y los efectos serán los mismos: la virgen pecadora pagará con su muerte.

En el prólogo que principia la nouvelle, González Peña no puede dejar de citar las palabras del poeta italiano en carta al amigo escritor y senador Vincenzo Morello: “¡Un buen libro! Eso es todo. Lo demás no vale nada”. Para estar a tono y defender la proclama del slogan de Cvltvra con eso de los “buenos autores” y los “buenos libros” que habla Torri en Revista de Revistas en octubre de 1916, ninguna frase, por más repetida que fuera ya para entonces entre los asiduos de il Vate, podía ser tan elocuente. La idealización romántica de la literatura y del libro sobre cualquier otro aspecto de la existencia era incluso difícil de sostener ya para esos años, tratándose de un D’Annunzio desaforado por incursionar en la política italiana, que se había autoexiliado en Francia huyendo de las deudas, que dilapidaba cada centavo en el gozo de una vida cuando menos sibarita, y cuyas ansias de protagonismo y poder acompasaron sus discursos nacionalistas para justificar y estimular la guerra y despegar su carrera militar.

La figura de ese hombre que vivió al límite y cuyas historias rocambolescas difundía la prensa sensacionalista en el México de la época fue un mito desoído o, al menos convenientemente marginado, en la presentación de Carlos González Peña para Cvltvra. Es muy probable que aquella sarta de correrías, extravagancias, manifestaciones públicas de culto a los placeres del cuerpo y a la violencia contravinieran tanto los intereses moralizantes y didascálico del sello de Loera y Chávez –siendo independiente recibía apoyo de las instituciones educativas–, como del profesor González Peña, que había empezado a consumar su vocación docente desde 1912 entre los claustros de la Escuela Nacional Preparatoria, la Escuela Superior de Comercio y la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. A juzgar por sus novelas – La musa bohemia (1908) es quizás el mejor ejemplo de lo que digo– y la manera de leer a sus contemporáneos en sus críticas y reseñas, el aleccionamiento moral constituía para el pedagogo jalisciense, si no el más importante, sí un atributo de valor encomiable en la literatura. Y en esa dirección se mueve el ejercicio de higienización moral e intelectual que hace de D’Annunzio en el prólogo. El pedagogo jalisciense proyecta sus propias urgencias y reclamos morales, su axiología privada de lo literario en la semblanza que esboza. Habla del italiano desde un ideal de corrección intelectual y, síntoma de esa ingenuidad típica del romanticismo impresionista que cultivó como muchos de sus contemporáneos, identifica las virtudes del hombre y las de su obra.

Algo de ese saneamiento con fines didácticos –además de las razones pragmáticas: la poca extensión de la nouvelle, o las asperezas de la circulación trasatlántica de los libros–debe haber regido en la elección de una obrita primeriza de D’Annunzio, correspondiente a la etapa de su escritura en que los argumentos morales y los trazos costumbristas ganaban el pulso todavía a la sensibilidad decadente más cruda, el apostolado nietzscheano –o zaratustrano aun–, y los coqueteos con el misticismo supremacista que ya para 1917 estaban presentes en sus principales novelas y panfletos proselitistas.